Hoy, separado de mi
pueblo por el tiempo, más no por la distancia, añoro sus casas de bahareque con
techo de palma, ventanas salientes y pintadas de blanco con su birrete rojo.
Las casas dormían acurrucaditas sobre
inclinados empedrados, tapizados por una verde alfombra natural que les daba un
aspecto señorial. Colocadas en hileras, sin rigor, se deslizaban las casitas
blancas desde la carrera veinte hasta el mercado público; quizás en busca del
río Magdalena, principal atractivo y cautivador de sus visitantes.
Al Norte, el vigilante "Cerro de la Cruz " ofrece el panorama
del pueblo. A su pie, el bosque "El Agüil, refugio sedentario, en su
juventud, de ardillas, micos, perezosos, morrocoyes, armadillos, guartinajas,
venados, pavas y gran variedad de pájaros, que con sus trinos, despertaban al
poblado. Su exuberante vegetación cerraba sus puertas y ventanas al sol;
el suelo permanecía humedecido por el caudal incesante del Caño de Pital y por
muchas otras fuentes que brotaban de todas partes, como mágicas serpientes.
De la calle del cartón o calle primera,
desde la entrada del Agüil, contábanse a cortos y largos pasos, otras casitas
hasta el sombrío portal. En este lugar poblado de algarrodos, altas ceibas y
caracolíes surcados de rabiguanos y chupachupa, los turpiales, los toches, los
canarios, los cardenales y los azulejos, entre otros, competían en canto con
las ensordecedoras cigarras, anunciando la Semana Santa.
Atravesando el portal, un angosto camino
salpicado de abrojos, conducía al inmaculado caño "El Cristo", que
haciendo su aparición en el noroeste, corría presuroso hacia el sur,
bordeando al pequeño pueblo.
En su corazón (calle 10 y 11), el Parque San
Roque y su exigua iglesia de tapia pisada, con una sola entrada y un bajo
campanario a su izquierda, que terminaba en una cruz; viejos y corpulento
árboles de mamoncillo, así como también, delgadas palmeras acariciadas por el
lomo de los asnos, apaciguaban el intenso calor del medio día. La casa cural,
la alcaldía, los juzgados y la cárcel municipal, lo acompañaban en su soledad.
Un segundo parque nace entre las carreras 15 y
16; lo bautizan "San Antonio" y colocan ahí la estatua del Santo.
Cercado con una gruesa malla de alambre y sembrado de acacias y matarratones. A
lo largo de sus camellones no faltaron las bancas de cemento. El mayor
atractivo de los niños eran los columpios, el sube y baja, el resbalador, el
tomate, etc., por lo que se le denominó luego "Parque Infantil".
Cómo no recordar la calle de "Las
flores", cuyo nombre hace alusión a sus hermosas mujeres que allí vivían.
fue destruida por un voraz incendio y reconstruida luego; las " Cuatro
bocas", lugar donde se cruzan la calle 5 y la carrera 12. Era el
sitio preferido por los parroquianos para las reuniones, juegos de azar y donde
se exhibió por vez primera, en este pueblo, una caja musical de cuerda.
Recuerdo además, la calle "El carretero", albergue de campesinos
comerciantes que le impregnaron el olor a café, a cacao, a fríjol, a panela y
demás productos de esta tierra de promisión.
Por la antigua salida a Ocaña, el pequeño y
triste cementerio saturado de sarcófagos, destruidos unos y otros deslucidos
por el paso del tiempo. Las tapias que lo surcaban no eran impedimento para
divisar todo su interior desde la calle. Muy cerca al campo Santo, la vieja
estación del cable aéreo con sus estáticas vagonetas que reflejaban el
cansancio de ese ir y venir entre Ocaña, Aguachica y Gamarra.
Hoy es sólo un mudo y fiel testigo de tan
importante medio de transporte como lo fue para esa época.
Ahora que el pueblo de mi niñez se ha esfumado
y que he vuelto a nacer en un lugar por mí desconocido, es fácil comprender la
gran nostalgia que se siente al huir del terruño en que se ha nacido.
Por: ALVARO HERNANDO ANGARITA MIRAVAL